En
mi quehacer, he encontrado infinidad de plagios. Recuerdo a una especialista en
el arte de plagiar que, al no saber nada de Ciencias Sociales, formaba sus
párrafos de múltiples páginas tomadas de la red, pero eso sí, solo de criterios
de autoridad en la temática que estuviera desarrollando. No obstante, yo
lograba detectar cada uno de los sitios de donde tomaba la información y en faenas difíciles, hasta los libros de los
cuales había extraído algunos párrafos.
Algunos
“pseudo-autores” cambiaban palabras colocando otros sinónimos en las oraciones
iniciales y finales, y el resto del párrafo continuaba intacto.
Otros,
más hábiles, lograban adaptar los textos de manera magistral. Las formas
derivadas han sido múltiples, pero “normales” en el contexto de la apertura que
han ido brindando las nuevas tecnologías informáticas.
Pues
bien, ahora he encontrado otra forma de plagio que me hizo “sudar” por unas
horas: el plagio a páginas de contenido especializado en inglés, traducidas por
el eficiente, pero no infranqueable, traductor de Google. ¡Increíble! No podía
dar crédito al artilugio utilizado por el autor. Claro, cuando una trabaja con
el idioma español y enriquece su estudio cada día, puede notar las diferencias
entre una traducción automática y la coherencia del uso de las palabras de los
textos escritos en español. Si a esto se
suma el hecho de que el autor en mención, no se tomó la molestia de revisar y
editar estos textos, la labor de
corrección sería solo como una delgada capa de barniz.
¿Qué
hacer en estos casos? Antes de aceptar corregir o editar un texto, es necesario
conocerlo. Lo que a un autor “solo le parece un trabajo de estilo”, en la
práctica, resulta una caja de Pandora en las manos de un corrector o editor
serio, ya que tendrá que reconstruir el texto y realizar un trabajo integral y
minucioso de edición.
Hay
de autores a pseudo-autores… y de plagios a mega plagios.
¡Ojo editores y
editoras!... los plagiarios se refinan.
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